A Lucila le preocupaba sobremanera el hecho de que, a sus cuarenta años, todavía sentía miedo cuando tenía que hablar en público, aunque sólo se tratase de hilvanar cuatro frases en una junta de la comunidad de vecinos.Exactamente lo mismo le sucedía en las frecuentes reuniones que tenía en su trabajo de vendedora en una editorial. Y cuando debía visitar centros educativos y hablar con los docentes para recomendarles este o aquel libro y explicarles las ventajas de tal o cual material didáctico frente al editado por la competencia.Su temor aumentaba cuando se veía obligada a intervenir ante todo un claustro de profesores para presentarles las novedades editoriales del comienzo de curso o de cada primavera.
No obstante, su desmesurado e irracional miedo, era una buena profesional y lograba vencer su temor en cada ocasión, bien respirando profundamente para oxigenar abundantemente sus pulmones y liberar la tensión, bien trasladando su mente al momento en que terminaría cada horrible sesión ante el público. Este último era un recurso que había desarrollado por su aversión a visitar al dentista y después lo había extrapolado a su trabajo. Sentía una sensación placentera cuando imaginaba que la visita al dentista o la reunión con posibles clientes había finalizado ya y podía volver a su casa, acariciar a su pomerano rojo O’Connell, escuchar un compact de Mike Olfield, de Angelo Branduardi o incluso una selección de María Callas, y prepararse una taza de té negro o un cacao caliente aromatizado con canela.
Lucila era una eficiente trabajadora y en el desempeño de su tarea como vendedora era capaz de doblegar su fobia social y cumplir los objetivos que su jefe le marcaba. Por ello, tenía una bien merecida fama de persona responsable y seria. Pero en el terreno privado, sus miedos eran capaces de derrotarla. Por eso nunca hablaba si podía evitarlo, jamás salía a bailar y rehuía los grupos numerosos.
Envidiaba a sus compañeras y a sus amigas cuando las oía hablar con fluidez y soltura, sin asomo de timidez o vergüenza, pero se veía incapaz de hacer ella lo mismo. A menudo se preguntaba cuál sería la causa de su terror a relacionarse con los demás, ella tenía facilidad para formular en su mente un sinfín de preguntas, largos discursos, enrevesadas historias reales o ficticias, extensas justificaciones o explicaciones…, pero le resultaba muy difícil articular palabra a poco que se hallase frente a otras personas, salvo en el caso de sus clientes. La obligación de realizar ventas era lo único que lograba vencer la timidez de Lucila.
Envidiaba a las personas que, sin aparentes conocimientos de gramática, de semántica ni de sintaxis, eran capaces de perorar con fluidez y despreocupación.
Durante mucho tiempo, por su cabeza rondó la idea de acudir a un psicólogo o incluso a un psiquiatra… Quizá alguno de estos especialistas pudiese ofrecerle alguna ayuda…, mas finalmente llegó a la conclusión de que la clave que solucionaría sus problemas debía de estar en ella misma…, probablemente en sus recuerdos de la infancia, con toda seguridad olvidada en algún escondido rincón de su memoria.
No obstante, su desmesurado e irracional miedo, era una buena profesional y lograba vencer su temor en cada ocasión, bien respirando profundamente para oxigenar abundantemente sus pulmones y liberar la tensión, bien trasladando su mente al momento en que terminaría cada horrible sesión ante el público. Este último era un recurso que había desarrollado por su aversión a visitar al dentista y después lo había extrapolado a su trabajo. Sentía una sensación placentera cuando imaginaba que la visita al dentista o la reunión con posibles clientes había finalizado ya y podía volver a su casa, acariciar a su pomerano rojo O’Connell, escuchar un compact de Mike Olfield, de Angelo Branduardi o incluso una selección de María Callas, y prepararse una taza de té negro o un cacao caliente aromatizado con canela.
Lucila era una eficiente trabajadora y en el desempeño de su tarea como vendedora era capaz de doblegar su fobia social y cumplir los objetivos que su jefe le marcaba. Por ello, tenía una bien merecida fama de persona responsable y seria. Pero en el terreno privado, sus miedos eran capaces de derrotarla. Por eso nunca hablaba si podía evitarlo, jamás salía a bailar y rehuía los grupos numerosos.
Envidiaba a sus compañeras y a sus amigas cuando las oía hablar con fluidez y soltura, sin asomo de timidez o vergüenza, pero se veía incapaz de hacer ella lo mismo. A menudo se preguntaba cuál sería la causa de su terror a relacionarse con los demás, ella tenía facilidad para formular en su mente un sinfín de preguntas, largos discursos, enrevesadas historias reales o ficticias, extensas justificaciones o explicaciones…, pero le resultaba muy difícil articular palabra a poco que se hallase frente a otras personas, salvo en el caso de sus clientes. La obligación de realizar ventas era lo único que lograba vencer la timidez de Lucila.
Envidiaba a las personas que, sin aparentes conocimientos de gramática, de semántica ni de sintaxis, eran capaces de perorar con fluidez y despreocupación.
Durante mucho tiempo, por su cabeza rondó la idea de acudir a un psicólogo o incluso a un psiquiatra… Quizá alguno de estos especialistas pudiese ofrecerle alguna ayuda…, mas finalmente llegó a la conclusión de que la clave que solucionaría sus problemas debía de estar en ella misma…, probablemente en sus recuerdos de la infancia, con toda seguridad olvidada en algún escondido rincón de su memoria.
Marisol Llano Azcárate
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